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la tribuna

Política del agua: un balance

Leandro Del Moral Ituarte. Nuria H. Mora | Actualizado 16.02.2008 - 01:00

LA derogación del trasvase del Ebro en 2004, a las pocas semanas de comenzar la legislatura que ahora termina, fue un hito histórico en la política del agua en España y un importante paso en la dirección de una nueva política que, frente a la demagogia del "agua para todos" (y si es gratis, mejor), se basa en la conservación de los recursos, en la gestión de la demanda y en la responsabilidad de los usuarios. No hay que olvidar, para valorar esa decisión con la perspectiva necesaria, que diez años antes (en 1994) un gobierno del mismo signo político que éste había propuesto un sistema de trasvases que prácticamente cuadriplicaba al que se derogó en 2004. Con esta decisión se dio un paso importante para cerrar un ciclo histórico de ideas ("aguas que se pierden en el mar", "llevar agua de donde sobra a donde falta", etc.), comprensibles en su contexto histórico, pero que no responden ni a las circunstancias socioeconómicas, ni a los retos ambientales ni a las potencialidades tecnológicas actuales.

Paralelamente a estas medidas, en la legislatura 2004-2008 se ha intentado, con desigual acierto, acometer las actuaciones necesarias para la efectiva implementación de la Directiva Marco del Agua, asignatura pendiente desde su aprobación en 2000. La aprobación del Plan Hidrológico Nacional en el 2001 en ausencia de un auténtico proceso de participación o concertación social, había generado una espiral de enfrentamientos que impidieron concentrar los esfuerzos de los responsables de la política del agua y de la sociedad en general en las nuevas cuestiones planteadas por la entrada en vigor de la Directiva europea.

Al mismo tiempo, el nuevo ciclo de sequía (que comenzó en el año hidrológico 2004-2005 y que se prolonga, con acusada virulencia en Cataluña y en las cabeceras del Tajo, Guadiana y Guadalquivir, hasta hoy), vuelve a poner a prueba el sistema hidráulico español. Respondiendo a este reto las Administraciones han empezado a activar eficazmente instrumentos ya previstos en la legislatura 2000-2004: los planes especiales de sequía, la cesión de derechos de aguas (los "mercados del agua", introducidos en la reforma de la Ley de Aguas de 1999) y la modernización de regadíos.

Existe un acuerdo general de que en los últimos años en España se han producido avances importantes de ideas, de normas y de realizaciones en la gestión del agua. Esa orientación, que la ministra Narbona ha representado, no se debe truncar. Sobre este telón de fondo positivo se proyectan las contradicciones propias de una realidad compleja, sobre las que las percepciones de los expertos son diversas y matizadas. Como idea fundamental destaca, en este sentido, la impresión de que la nueva política, tras la derogación del trasvase de Ebro y otras medidas significativas, no ha podido superar las inercias sociales, económicas y culturales ni la presión política, institucional y mediática de los sectores y lobbies opuestos a ella. Al valorar las insuficiencias de la política del agua en los últimos años, sin ignorar la responsabilidad de los políticos y los funcionarios que están al frente de las instituciones, hay que subrayar el bloqueo que ha representado el clima de tensión política y mediática sobre los intentos de avanzar hacia una racionalización y modernización en profundidad del uso del agua en España: no se ha podido establecer una tasa mínima sobre la disponibilidad del recurso (precio del agua como recurso); no se ha podido avanzar en el principio de recuperación de costes de las infraestructuras hidráulicas; existen grandes dificultades para limitar el uso del agua en los cultivos extensivos en función de mínimos de rentabilidad económica y social; no se ha podido garantizar la devolución al medio natural de los caudales ahorrados por modernización o abandono de cultivos, pese a los intentos efectuados; no se han podido establecer mínimos de rendimientos de las redes como condición para ampliar la dotación de los abastecimientos; los procesos de participación pública se retrasan y no garantizan una participación activa de todas las partes.

En el Programa Agua -que sustituyó al trasvase del Ebro y cuya concepción original introdujo avances teóricos y prácticos en la política del agua- se ha debilitado el principio de construir desaladoras sólo con compromiso firme de compra por futuros usuarios con plena recuperación de costes. Esto es lo que está pasando en Carboneras. Esta tendencia se ve también agravada por la persistencia del desgobierno que sigue caracterizando el uso de las aguas subterráneas.

Las concesiones a la vieja política del agua han sido, posiblemente, el precio que la política del agua en esta última etapa ha tenido que pagar para evitar su completo bloqueo, a consecuencia de la resistencia de los grupos de presión y la politización extrema. El punto de compromiso alcanzado resulta comprensible para unos y decepcionante e inadmisible para otros. La discusión difícilmente se cerrará con un consenso general.