LEYENDAS DEL URBANISMO SALVAJE EN EL ALJARAFE

José Ignacio Artillo

I

Las rotondas encantadas

Las rotonda tienen un sentido misterioso. Empezaron a aparecer de pronto, en mitad de las carreteras, diseminadas como semillas. Tenían algo infantil en su forma circular. Aprendimos que había que darles la vuelta, como a un pañuelo sucio, y que por otros lados se incorporaban otros coches, con los que había que tener cuidado, y a los que decías adiós, adiós, hasta otra rotonda, o quizás no volvamos a vernos. Si seguías girando alrededor suya, eran como un tíovivo de vehículos de metal, pero mareaban. A alguien se le ocurrió adornarlas. Y se arrancaron los árboles de los campos, se inventaron fuentes o se colocaban flores de Navidad, para que no nos sintiéramos solos en las noches de Invierno. Los pájaros y las semillas las fueron ocupando. Hay quienes dicen que vistas desde arriba, las rotondas del Aljarafe tienen una lectura esotérica, un jeroglífico parecido al de los dibujos de Nazca, en Perú. Incluso, que su disposición es astrológica. No sé, a mi me dan algo de tristeza, sobre todo los Domingos, cuando no pasa nadie, y las carreteras están soleadas, y parecen la concha vacía de un molusco en la arena.

Evaristo Cienfuegos, el cronista local de uno de los pueblos del Aljarafe vio una vez caer una estrella fugaz sobre una de ellas. O quizás fuera la vara de un cohete y su estela de fuego. Tampoco eso lo sé. Paseaba con su mujer, cerca de los campos y fueron hasta la rotonda. Encontraron una piedra oscura, que aún estaba caliente, y la pusieron como una maceta en la ventana de su casa. Su mujer dice que brilla en las noches de verano. Evaristo vio aquello como una señal, algo que le decía que fijara su espíritu riguroso y científico en estudiar y clasificar las rotondas. Desde entonces centró su atención en ellas. Iba en su coche, con una brújula de su abuelo, y anotaba todo en su cuaderno de hacer cuentas. Recogió más de mil. A veces tenía la sensación de que cuando regresaba a casa, una nueva rotonda había empezado a hacerse. Pero no le importaba: inasequible al desaliento la anotaba, como a las anteriores. Anotaba todo. La posición, latitud y longitud, el tamaño de su circunferencia, las irregularidades del trazado, los viarios que desembocaban en ella, la flora y la fauna espontánea , la edad de la rotonda, los monumentos o incluso los usos que la gente le daba. Como aquella familia que gustaba asar salchichas a la parrilla en una rotonda y comerlas sobre un mantel de cuadros, mientras veían pasar los coches.

Evaristo dedicó el resto de su vida al libro, una obra inacabada, de saber enciclopédico, que tituló, “Tratado de Rotondas y rotondillas. El rotondismo en el Aljarafe”. A pesar de su espíritu, científico, reconoce en el último capítulo que hay dos rotondas que no puede clasificar según patrones lógicos. Una se encuentra en el enrevesado laberinto de Bormujos, Castilleja y Gines, en algún lugar que la cartografía sitúa de forma borrosa en un polígono industrial. Es una rotonda peligrosa, que todo el mundo evita. En ella no ha cuajado nada de lo que los operarios municipales fueron sembrando, solo matorrales y bolas de espino y polvo que ruedan de lado a lado, como la arena en las playas los días de Levante. Cuando se aproximan a ella, los coches se ven envueltos en una espesa niebla, y comienzan a dar vueltas y vueltas en círculo, sin encontrar la salida. En la niebla oyen cantos dulces y sensuales de melancólica belleza, que proceden del corazón de la rotonda. En su extravío, los conductores se sienten atraídos, y terminan chocando y varados en ellas. Las más de las veces, los conductores desaparecen y los coches son saqueados, y aquellos que regresan no son capaces de contar lo que han visto.

La otra rotonda no es posible situarla: dice Evaristo en su tratado que “la encontré de improviso en las proximidades de Mairena, y, al regresar, aquella misma noche, ya no estaba. Y puedo asegurar a mis amables lectores, que no había probado ni un vaso de mosto. Al día siguiente la reconocí en las carreteras de Sanlúcar, y al otro después de una cerrada curva cerca de Almensilla. Juro por la memoria de mi abuelo, que llevaba aguardiente a lomos de una mula de pueblo en pueblo, que aparece de improviso en cualquier lugar del Aljarafe, está donde antes no estaba, un día sí y al siguiente no, como si se desvaneciera en el aire. Va y viene sin dejar rastro. Después de haber seguido su pista durante semanas puedo decir que parece que se desplazara, como una de esas islas de san Bartolomé, y que se la puede reconocer porque sobre ella siempre hay una bandada de abejarrucos , como esas gaviotas que acompañan a los pesqueros allá donde vayan. Sorprende a los conductores, que no la esperan, y provoca tal pánico y desorden en la mente y en el alma, que estos se arrojan a la cuneta, huyendo de los coches a través de los trigales, como alma que lleva el diablo”.

Un día, muchos años después de haber iniciado su majestuoso tratado, Evaristo se sentó al borde de la carretera con su mujer. Pasó un autobús, tan cargado, que los pasajeros se amontonaban en el pasillo. Ella le habló entonces de la estrella fugaz que encontraron en la carretera. Sigue en la ventana de la cocina. Ahora está fría. Quizás era solo una piedra, y aquella noche estaba caliente por el sol del verano. Dijo la mujer, mientras él pensaba que aquella rotonda tal vez fuera de un lado a otro, porque, tampoco ella, encontraba paz en ninguna parte de aquella región confusa.


Aljarafe, marzo 2007

I Las rotondas encantadas (formato pdf, para descargar)

© El relato es del autor José Ignacio Artillo.

La imagen esta tomada de la pagina de la autora Adela Casado http://www.adelarte.com