LEYENDAS DEL URBANISMO SALVAJE EN EL ALJARAFE

José Ignacio Artillo

VI

Un lugar en la bodega

Todos sabemos la importancia ritual que en la vida de nuestros pueblos tiene el primer mosto del año. Cuando llega Octubre, como cazadores a la espera, se va a la bodega y se pregunta, hasta que un día, alguien avisa que ya hay mosto, con el orgullo de quien ha sido el primero en descubrirlo. Algunas bodegas, empujadas por los nuevos tiempos en que todo debe estar ya, en cualquier momento, como los kiwis de Nueva Zelanda, juegan con nuestro anhelo del mosto, doblón del alma en Otoño, y abren antes de que el vino esté en su punto de maduración.

Había una bodega en que la exactitud y la calidad coincidían y muchos acudían a ella, aguardando a que llegara su momento. El viejo Celestino, sentado siempre en el mismo lugar, junto a una ventana, era quien, solo con el olor, anticipaba y declaraba abierta la veda. Para Celestino la maduración estaba en el aire, en la luz del sol. No necesitaba probarlo antes. Y todos aceptaban su magisterio. Cuando se le veía con su botella de un cuarto, es que había llegado el momento. Celestino disfrutaba a solas del mosto, sentado siempre en su rincón junto a la ventana, aislado de los otros, respetando el silencio del espacio, que solo era perturbado los Domingos en que aumentaba el runrún de las voces. Había parroquianos que iban cada día y también bebían a solas, cada uno en una esquina, ensimismados, como esperando que el vino les revelara algún secreto, y abriera una puerta por la que todo dolor se fuera. Pero el vino solo daba su generosa brevedad, y luego los abandonaba, sin mediar palabra. Celestino apuraba el vaso, y volvía a dejarlo sobre la mesa, con su cerco de luz dorada, como una pequeña plaza soleada. Él era correcto; entre sorbo y sorbo, saludaba desde lejos, levantando el vaso a la altura de su cara ligeramente colorada. Daba gusto verlo saborear: el vino no tiene pasado, parecía decir en esos momentos.

A lo largo de los años, había aprendido a distinguir con precisión, qué vocoyes venían de las viñas que él conocía y amaba. Y Elías, el bodeguero, no le ponía otro mosto. Un año Celestino se levantó ceremonioso de su rincón, cruzó la bodega, y devolviendo la botella de un cuarto, dijo con voz seria: dame el de todos los años. Que no Celestino, que este es. Que no, Elías, no me engañes, soy viejo, pero no tonto. El bodeguero asintió. Apenas había cuatro personas asistiendo al diálogo. Celestino, es que lo traigo de otro sitio, de Córdoba… esas viñas que te gustan tanto, se cortaron este Verano. El viejo Celestino no podía creerlo. En el minuto en que tardó en regresar a su silla de madera, brotaron dentro de él, como relámpagos del alma, las imágenes de las viñas tendidas o atadas con rodrigones, la luz dorada de las tardes de vendimia, el sabor del primer mosto en los días de Octubre. La lengua se le secaba. “Este es turbio y dulzón. Abocaito. Vinos de poco cuerpo, destinados a picarse. Para los que vienen en chandal los Domingos...” Fue lo último que se le oyó decir. Los días siguientes se sentaba en la mesa y rumiaba palabras sueltas. Cada vez menos, hasta que terminó por quedarse callado, con los ojos fijos en la danza de motas de polvo suspendidas en los rayos de sol.

Desde entonces ocupa su mismo lugar, en silencio, sin beber. Se quedó quieto, como solidificado en la penumbra. Cuando llegamos, él ya está allí, sentado. Y cuando nos vamos, él se queda. A veces alguien le tira suavemente de la manga y le habla. Pero él nunca responde. Ni se mueve. No se sabe si está muerto, conservado por el aroma del vino en el suelo, por las emanaciones del alcohol que impregna la madera, por el aire avinagrado, por nuestro aliento que envuelve la nave. Quien sabe... Nadie se atreve a comprobarlo, porque da cierta paz que siga ahí, ahora que todo se ha ido.

Aljarafe, marzo 2007

VI Un lugar en la bodega (formato pdf, para descargar)

© El relato es del autor José Ignacio Artillo.

La foto está tomada en las Bodegas Góngora (Villanueva del Aiscal) y es de Aljarafe Habitable

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