LEYENDAS DEL URBANISMO SALVAJE EN EL ALJARAFE

José Ignacio Artillo

III

El pastor y los amantes de la Vereda Real

Había una pareja de amantes que se citaban todos los años la noche de San Lorenzo en la Vereda Real, a la altura de Coria, para ver la lluvia de estrellas. Allí se encontraban con un pastor ,que al atardecer volvía con su rebaño de cabras . Se saludan con un gesto silencioso; apenas una mirada y luego se desentienden. En la soledad de los campos eso es suficiente. Los amantes permanecían quietos, viendo como iba oscureciendo, en ese momento en que se unen el cielo y la tierra. Tan conmovidos y felices. No había nada más importante que hacer. Después, contaban las estrellas que iban cayendo, pedían deseos y se entregaban con deleite a los juegos secretos del placer. Casi siempre se perdían en el número de estrellas y pasaban de 74 a 47 con facilidad. La vida se hacía amplia, inusitada, con la grandeza que dan los campos, y que se manifestaba a través de los grillos, las hogueras lejanas de rastrojos, los ladridos de los perros de los cortijos y el aire caliente de la noche de Agosto. Cuando llega la luz de la mañana se desperezan, se levantan, él le limpia a ella las briznas de la espalda y de las caderas, y al sacudir la manta, las perdices asustadas, levantan el vuelo.

Una vez, el cielo estaba sin una nube, como una mesa de cristal. Pasó el pastor y, por primera y única vez, se dirigió a ellos. “ Han traído ustedes paraguas ?”, les preguntó. Los dos miraron al cielo y le dijeron que no hacía falta, de claro y sin viento que estaba todo. El pastor se encogió de hombros y siguió su camino. Como dos horas después, pareció que todo había dado un giro sin motivo alguno, y empezó a tronar y a caer un aguacero tan grande que creyeron que sería para siempre. Se pusieron en pie para irse corriendo, cuando, de no se sabe donde, apareció el pastor con su paraguas, y les dijo que no se fueran, que pronto escamparía. Y los tres se metieron bajo el mismo paraguas de rayas de colores, en silencio, a ver llover sobre los campos. Desde entonces, cuando se veían en la lejanía, había una luz cómplice entre ellos, como un farol que ilumina un zaguán.

Un año, cuando llegaron a la Vereda y extendieron su manta, no pudieron ver las estrellas. No había nubes, pero el cielo parecía un pozo de agua turbia, amarillenta, estancada. Las luces de las viviendas y carreteras cercanas impedían cualquier visión. Era como si les hubieran robado algo cotidiano e íntimo, como un abrigo o porcelana de la despensa. Así que decidieron desplazarse más al norte, por la misma vereda, en busca de otro lugar más oscuro. Allí volvieron a encontrarse con el mismo pastor, con su sombrero de paja, que regresaba con sus cabras y les saludaba ceremonioso. Esa noche sí pudieron ver las estrellas, y creyeron que habían encontrado por fin un nuevo sitio. Y se besaron hasta el amanecer, como si comieran ciruelas. Pero al año siguiente tuvieron el mismo problema, y tampoco pudieron verlas. Ni al otro. Así que cada dos años, aproximadamente, desplazaban algunos kilómetros más su lugar de encuentro: fueron dejando atrás las viejas ventas, los molinos abandonados, los cortijos, la vaguada de Montijo, los tres puentes, el arroyo río Pudio. Trazaban con sus movimientos un secreto camino sobre la tierra y en el cielo, una constelación enigmática y fugaz. Y siempre estaba allí el pastor, en soledad, regresando, desplazándose con ellos.

Los amantes y el pastor vivían en silencio su complicidad migratoria: los pastos y las estrellas seguían el mismo curso, huyendo de la mano del hombre, buscando refugio. Otro año llegaron al límite de la comarca, y se perdieron en la lejanía, más allá de todo lo conocido, más allá de nuestras vidas.


Aljarafe, marzo 2007

III El pastor y los amantes de la Vereda Real (formato pdf, para descargar)

© El relato es del autor José Ignacio Artillo.

La foto está tomada en el lugar indicado en la propia foto y es de ADTA