LEYENDAS DEL URBANISMO SALVAJE EN EL ALJARAFE

José Ignacio Artillo

IV

La araucaria y la promoción de viviendas

En una era de un pueblo del Aljarafe Norte había una araucaria centenaria, hermosísima, que era vista desde kilómetros a la redonda. Había gente que decía que un año le pusieron una estrella de Navidad en lo más alto, y que la Araucaria se veía como un faro desde la costa, que está lejísimos y que es un mundo muy distinto al nuestro. No creo que fuera así, porque en ese caso habría atraído a los barcos o a las gaviotas, que son muy listas, y yo nunca ví nada de eso por aquí. Se decía que la había sembrado un viajero de regreso de Chile, y que detrás de la Araucaria había una historia de amor.

Un día, los campos de alrededor fueron cubiertos por banderolas de inmobiliarias; y en poco tiempo crecieron los adosados de colores pastel. La araucaria quedó sobre la acera, pegada a una casa; parecía un perchero fuera de sitio. Su presencia señalaba otro tiempo y era vivida con extrañeza por los habitantes de la calle, que no lograban integrarla con naturalidad en sus ritos cotidianos. Los niños se hacían acompañar por sus familiares en las noches de verano, cuando pasaban cerca de ella para buscar a sus amigos. Las mujeres al secarse el pelo no podían dejar de mirarla por la ventana del cuarto de baño, o cuando subían a las terrazas, a recoger la ropa limpia antes de que rompiera a llover. Si venían desde la ciudad en coche, la veían desde cualquier punto, levantándose por encima de los tejados, al final de la carretera; y era como si desvelara a todos el lugar en que vivían. No sabían si les agradaba o no. Pero ella siempre estaba ahí, como un centinela.

Una tarde alguien dio un grito, y llamó con nombre de pila a una mujer. María o Eva, no me acuerdo…Ven, corriendo. Mira, dijo. Y todos se pararon y se asomaron al patio. Las raíces de la araucaria, buscando la tierra más profunda en la que crearse espacio , habían comenzado a levantar las baldosas del patio y la de todos los patios de las casa próximas. Hurgaba, hacía túneles, exploraba el agua de las tuberías, como si tuviera vida propia. Durante días los vecinos pensaron qué hacer con ella, y al final se decidió cortarla: tanto su actividad telúrica, como su sombra y el deshoje de sus agujas doradas sobre los coches, tan limpios, molestaba a los vecinos. Al fin y al cabo, solo era un árbol, y solo sabía hacer lo que hacen los árboles. Además, era mentira que se viera desde la costa.

Llegaron unos hombres con unas grandes sierras y la arrancaron de cuajo. Daba algo de pena, verla sobre un camión con las raíces colgando. A los niños les dijeron que la llevaban a un bosque, y que la plantarían haciendo un gran agujero para sus raíces. Pero los niños veían algo raro en aquella seriedad de los adultos, y abandonaron su jolgorio natural, y se quedaron inmóviles, presintiendo algo extraño. Cuando se la llevaron, mientras las parejas se abrazaban, dejó detrás de sí un olor a madera aromática y a humedad de la tierra, como solo huelen las cosas que proceden de lo más alto y lo más profundo.

Un tiempo nuevo parecía comenzar. Aparentemente, los vecinos se sentían tranquilos, fuera de la amenaza de la acción descontrolada de la araucaria. Y paseaban por la calle, saludándose de acera a acera y celebraban los cumpleaños con tartas de chocolate, y limpiaban los coches los domingos con mangueras que desenroscaban como serpientes. La vida era normal. Aunque, desde que arrancaron la araucaria, nadie deja las ventanas abiertas, y comen mirando a las paredes, y, cuando pasan cerca de su ausencia, miran al suelo, como quien no soporta ver una mutilación. Así, las mujeres con sus carritos, daban una pequeño rodeo por la acera, y los niños nunca dejaban sus bicicletas abandonadas donde antes estaba la araucaria. Parecía que algo de ella aún estaba allí, con su sombra y su leve certeza.

Pasado un tiempo, en todas las casas cercanas empezó a suceder lo mismo: las baldosas del patio volvían a levantarse. Tardaron unos días en reaccionar. Aquello no era comprensible, dijeron los vecinos reunidos. Alguien ha hecho mal su trabajo, y dejaron raíces del árbol que hay que volver a cortar. Algunos juraron que vieron la araucaria arrancada con todas sus raíces, y que en su hueco no quedó nada. Pero como el ser humano necesita corroborar sus propias evidencias, se levantó el suelo y encontraron restos de raíces que seguían creciendo y explorando por libre la nutriente oscuridad. Vino un experto agrónomo, devastaron hasta la última brizna de yerba y se echó un producto químico para que no volvieran a crecer. Ya está, pensaron todos.

Una mañana, un vecino dormía a pierna suelta: soñaba con un camino nuevo para volver del trabajo. Empieza a darse prisa, casi vuela. Es un placer volver así. Despierta, le dice su mujer. “Estás soñando. Mira por la ventana.” Se levanta y ve que el jardín se ladea, empujado por algo que procede de lo más profundo. En todas las casas sucede igual: la mesa de hierro, parece un animal que se queda suspendido sobre tres patas, el tendedero cae, cargado de ropa limpia. Y en seguida, en todas las casas, una grieta se abre camino hacia el interior, como si las baldosas fueran a levantar el vuelo, resquebrajando el suelo del dormitorio, mientras las parejas descansan.

Es un Domingo por la mañana, y los vecinos andan descalzos por el jardín, como por una marea que sube velozmente. Nada está en su sitio. Ni los muebles, ni los vasos, ni el amor. Vámonos de aquí, se dicen unos a otros. Los zapatos esperan relucientes junto a la puerta. Todos se van. El Lunes vendrá un agente de una inmobiliaria y colgará en todas las casa, carteles rojos donde pone con letra muy clara “ se vende”. Detrás quedan los jardines levantados, los azulejos caídos. También queda el ruido bajo la tierra, ligero como de un corazón latiendo, el ruido, cada vez más tenue, más tenue….


Aljarafe, marzo 2007

IV La araucaria y la promoción de viviendas (formato pdf, para descargar)

© El relato es del autor José Ignacio Artillo.

La foto es de autor desconocido